lunes, 2 de junio de 2025

ser Neil Young... y dispararte entre las cejas

Mi padre gustaba afirmar que Madrid limitaba al oeste con ese regato de patos asesinados y detritus náufragos que es el río Manzanares. Pero para mí, las verdaderas fronteras feroces de la ciudad que me vio nacer y menguar al ritmo de hormigón y vidrio de su reloj asustado mordían los pies al lineamiento constructivista de la calle Arturo Soria, aquel otro regato crecido de chalés de lujo y autos deportivos cuyo cauce transcurría paralelo al Manzanares, pero a muchos kilómetros.

Tenía yo la fortuna de que Luisito pudiese conducir, sin licencia y con el beneplácito de su padre, atribulado hombre de negocios ansioso de alcanzar la cumbre, un automóvil que nos permitía pasar, sin solución de continuidad, de los arrozales de navaja y lumpen de Carabanchel a las cordilleras de seda y upper middle class de la Ciudad Lineal. Traspasábamos los límites de la frontera oeste para aprovisionarnos de esencia marrón que luego despedazaríamos entre las hebras del tabaco más barato que nos podía dispensar el amable estanquero de mi barrio, para gozar los humos y humores que desordenarían, para nosotros, las circunspectas vías con que se engalanaban los barrios allende la frontera este.

Así pasábamos, despacio, conducción aletargada por el letargo mirífico del hachís, del desperdicio de vidas a medio hacer y construcciones con pretensión de colmena, allá por los carabancheles, a la vitualla de oropel y chalé blindado, suavidad y asepsia, de las avenidas sumidas en motor de auto oneroso y peinado recién estrenado de los arturosorias.

Traspasar el equinoccio monetario de aquella avenida vanagloriada con el nombre del famoso arquitecto no era habitual, todo hay que decirlo. Por aquellos barrios no se nos había perdido nada. Nuestro juego lucía más en los descampados y descartes del urbanismo maltrecho del otro lado del río.

Pero, cerca de Arturo Soria, estaba El Palermo. Su sólo nombre concentraba alrededor de nuestro imaginario vendettas agrias y dulce vino siciliano, y ya nos transportaba aún más lejos de ese Madrid que habíamos dejado atrás, a 120 km/h, al atravesar la calle Arturo Soria.

Barrios de billete y silencio, de vivienda unifamiliar, parrillada privada los domingos y tacones festivos los viernes. Nuestra desaseada indumentaria nos hacía aparentar muñecos de un recortable, cuando caminábamos aquellas calles. Pero no importaba, nos esperaba El Palermo.

El recoleto chalé al que por tal nombre aludíamos descansaba en una calle residencial con seguridad privada que pocas personas decidían decorar con el eco de sus pasos. Viviendas de novedosa arquitectura y familia silenciosa, eso pensábamos. Tal vez aquí no habiten más que muertos, decía Luisito, o todo sean garitos por dentro, como El Palermo.

Había que tocar al timbre exterior. Esperar unos minutos. Una mirilla nos contemplaba con su dioptría inversa. La puerta de metal se abría. Entrábamos dentro sin mirar a quien te había permitido el acceso, tan sólo murmurando un tímido buenas noches. Rodeábamos el tupido y opaco jardín hasta llegar a la parte posterior de la vivienda. Tocábamos con firmes nudillos la puerta de madera maciza. Ésta se abría con quejido mudo. Recorríamos aquel pasillo oscuro mientras la puerta se cerraba a nuestras espaldas. Nosotros mismos éramos quienes empujaban el picaporte de aquella última puerta, de material indefinido, quizás plástico, para internarnos en El Palermo.

Y ya era el humo de hachís y marihuana, la carambola milagrosa de la mesa de billar, la inacabable barra sucia de cervezas derramadas, el suelo pegajoso de refrescos altos en azúcares, las miradas desafiantes, las mujeres de liguero visto y escote inservible, los rudos Ángeles del Infierno en festiva pugna dialéctica con los engominados trabajadores de la cifra, y aquellos acordes, ¡qué grande, niño!, ¡joder!, ¡sí!, ¡el joven Neil!, y down by the river I shot my baby gritábamos más que susurrar mientras nuestros pies pretendían imitar el descoordinado movimiento de Neil Young cuando sus solos de guitarra, en nuestro camino hacia la barra, dispuestos a apagar ese ardor repentino con un buen copazo de güis, en las rocas, nada de mezclas, que los refrescos es lo que tienen, te joden la cabeza al día siguiente, y la camarera cada día era distinta, y cada día apetecía más que bajase de su torre de marfil y vidrio para regalarnos una felación o una palabra tierna, al menos, y no su habitual mirada de superioridad e incluso condescendencia hacia nuestro impúber deseo de rock’n’roll, drogas y sexo, sí, así, en orden inverso al que se supone más apetecible, qué le vamos a hacer, la música era apuesta segura, siempre estaría allí, no nos dejaría para irse con el guapo del barrio, y las drogas nos ayudarían a sentir que el guapo del barrio nunca llegaría y así podríamos disfrutar, una vez en casa, con el refulgir cicatero del sol naciente, de sexo seguro, era importante en aquella época de sidas y condones agujereados, mejor con uno mismo, eso es lo seguro, y más seguro es que la camarera descubría nuestras poluciones diurnas en el atribulado rostro con recordatorios de acné que portábamos Luisito y yo, por mucho que despreciásemos el refresco para aparentar curtidos trasegadores de alcohol, ¿dejarás de mirarme las tetas y pedirás algo?, así sin prolegómeno, directa con cierta suciedad desmadejando las eses que escapaban de aquellos labios que hubiésemos matado por morder, y Luisito acudía en mi ayuda pidiendo lo mismo para mi amigo, y reprendiéndome luego al recordarme dónde nos encontrábamos, niño, que esto es El Palermo, no el garito de tu barrio, lo sé, pero I shot my baby, joder cómo entiendo ahora la letra de la maldita canción, porque si esa tipa fuese mi chica te juro que la mataría, yo tal vez también, pero después de un buen polvo, y la idiocia de la risa hueca decoraba nuestro deambular por aquella estancia que por fuera aparentaba lujoso chalé y por dentro sólo contenía a la rubia de la barra, la barra misma, varias mesas de billar y un par de docenas de taburetes abandonados en las esquinas, como náufragos de un Titanic de cartón piedra.

No había nada dentro de El Palermo, ya digo: ni pasillos, ni salón, ni sofás de cuero, ni televisiones planas de muchas pulgadas, ni cocina, ni vestidor ni armarios. El Palermo no era el lujoso chalé que aparentaba en su exterior. La vivienda estaba hueca por dentro, y la única habitación que se había respetado era aquella que se había transformado en urinarios, por el tema de la privacidad que precisa el tiro de coca y el tirón del deseo, imagino. Además, El Palermo era uno de los más renombrados garitos ilegales de la zona, tal vez del todo Madrid. No me pregunten por qué era ilegal, supongo que porque no pagarían impuesto de ningún tipo y porque servían hierba de alta calidad y alcoholes de desmesurada gradación, absenta incluida. Y, al igual que cuando merodeábamos los tugurios de Carabanchel, preferíamos aquellos en que montaban zapateadotracatracatracatrá y etílicaoléééééé juerga los gitanos, estando en la zona V.I.P. de la ciudad, acudíamos a este antro en que buena parte de los clientes eran policías con excesivas jornadas de servicio a sus espaldas que decidían, allí, dar cumplida cuenta de los materiales prohibidos de los que hicieron acopio tras largas horas de redadas en las calles de Carabanchel, por ejemplo. Como decíamos entonces: lo mejor es meterse siempre en la boca del lobo, que los malos (o buenos: depende del cristal con que se mire) te reconozcan como uno de los suyos para evitar problemas. Gitanos al otro lado del río, policías en Arturo Soria.

Y en ambos ambientes hallábamos Luisito y yo deliciosa crema musical de esa que gusta untarse en los tímpanos para que no se despellejen con la insolación inevitable de los grandes éxitos radiofónicos. Camarón aullaba en Carabanchel mientras El Palermo era el palacio del rock desmedido, y sus paredes ausentes de mobiliario y decoración supuraban desgarrones salvajes que provenían de la guitarra enfebrecida de ese único Dios que reconocía nuestro limitado fervor religioso: Neil Young, a ser posible acompañado por la galopada salvaje y mirífica de sus Crazy Horse.

Afuera, Madrid era un incendio de camisas de marca y combinados alcohólicos de nombre impronunciable, un serial de coitos pretendidos y vomitonas aseguradas, un cascabel que muchos deseaban poner al gato de la noche para descubrir su escondite y poder pasar allí el resto de sus días.

De puertas adentro, desmadejábamos la bruma del hash edificando en el cargado ambiente solos de guitarra inexistente y aullábamos down by the river I shot my baby mientras pretendíamos desnudar con la mirada perdida la cabellera de seda y ausencia de la camarera que serviría, llegada la mañana, enfrentados al vacío ampuloso del espejo del cuarto de baño de la casa familiar, de voluble recipiente de nuestros deseos inconclusos. Disparé a mi chica, abajo, en el río, pero mientras la mataba no pude dejar de besarla, es lo que tienen las camareras de garito infame.

Años después, perdido ya Luisito en el fragor de cifras y corbatas del Máster de Dirección de Empresas y yo abandonado a la deriva de besos y traiciones del amor romántico y el soy un poeta maldito, regresé a El Palermo con Belén, como intentando epatar a mi penúltima presa de preciosas piernas y ligeras costumbres al mostrarle lo underground de mi inmediato pasado. Nada más underground que ver cómo ella se perdía por demasiado tiempo en la clarividencia diáfana de los urinarios. El último que entró tras ella era un malencarado sargento de las fuerzas del orden municipales al que conocía de años pasados. El tiempo había castigado las zanjas iracundas de su rostro, pero aun así me pudo infligir a mí severo castigo, entre las piernas de Belén, imagino, en los urinarios de El Palermo.

Abandonamos la noche apócrifa del local para inundarnos de la brisa hiriente del amanecer, sin cruzar palabra. Ella conducía el auto. Me acercaba a casa. Yo le supliqué que nos llegásemos hasta el Manzanares, sería bonito contemplar la salida del sol desde su orilla de vidrio roto y basura desinteresada. Ella, aún no sé por qué, accedió, y yo busqué aquel CD de Neil Young que le había regalado semanas antes, ése que a ella nada agradaba, pero por favor, sólo esta canción, no me gustan las canciones en inglés, no las entiendo, yo sí, déjame sólo escuchar esta, y la M-30 redefinía el discurrir del auto en cuyo interior mi voz doblaba la del cantante canadiense, gritando down by the river I shot my baby, mientras Belén pretendía disimular cada vez que su mano abandonaba la suavidad de cuero del volante para rozar el turbio picazón que le desarreglaba la entrepierna.

Madrid amanecía difuminada por las brumas que escupía el río Manzanares, y yo pensaba en Palermo, Sicilia, Mafia y vendetta.



* texto extraído de Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), de Claudio Ferrufino-Couqueugniot y Pablo Cerezal, editado en Bolivia por 3.600 Editorial y en España por la extinta Lupercalia Ediciones y ya casi desaparecido... pueden leer la contraparte, infinitamente más jugosa, aquí

domingo, 1 de junio de 2025

una reseña emocional

«Nochemente en primera persona oigo yorar
y en el arrullo del silencio discrimino
los timbres inauditos de mi acústica estética»
Carlos Edmundo de Ory

He lavado la piel de un oso que te devoró mientras lo masticabas. Lavadora lo hizo, dejemos a un lado la poesía. Pero se ha centrifugado la piel de un oso en el vientre de un electrodoméstico. Después, en el salón, he dispuesto un buen puñado de shots. ¿Quién disparará primero? Tal vez quien pueda decir, bien sea en voz muda, que un animal es mío mío mío. Escuchar un disco y hacer las letras tuyas tuyas tuyas y tuyos los arpegios y tan tuya la percusión de contrabajo acompasado al timbre que una garganta murmura con sabiduría de antaño. Acordonada la voz por cuerdas fronterizas, de tan limpias y exactas. Y bailar desnudo en una estancia puro desperfecto de piel y ligamentos como los zíngaros del desierto en que se soñase Battiato

Instante esclarecedor. Lo sabemos quienes sólo nos hemos sentido absolutamente libres cuando bailando acompañados. Quienes deambulamos, de puntillas, centro y suramérica mientras regalábamos a una lengua hecha pupilas en vuelo nuestro futuro epitelio. Cancionero del corazón quebrado, del llanto macho debidamente bailado antes de marchar, tras la última, sea esta de  pisco, cachaza o mezcal. Porque danzar es nacer del revés, adelantar un pie siguiendo al que lo pone todo de través.

Recorrimos geografías. Saltamos continentes con el beneplácito de las aerolíneas. Orfeón de corazones despavoridos y metrónomos de arena en cualquier (que no cualquiera) pacífica playa Atlántica. El norte como fiel de balanza en que el relojero calibra el peso de tus días cuando el riesgo.

Me enredo, cuando sólo intento expresar los boquetes abiertos por ese perdigonazo múltiple con que Bunbury ha decidido regalarnos sus/nuestras Cuentas Pendientes a ritmo de acequia nacida al otro lado del charco. Una vez más, lo ha hecho: herir es desgranar el minutero y ya dejar para el personal esa hora última que mata. Entre la compasión y el rechazo y mordiendo las memorias de arrabal en que nos desgarramos telas, pieles y futuros trucados. Como macarras cuando ya demasiado mordida la navaja, escuchamos y bailamos superficies en que boquean branquias que un día se soñaron por siempre respirándonos. Evitando todos los naufragios mientras voces añejas como timbres de extratiempo y extrarradio nos acarician el sueño de adulteración y paso erróneo en la última taberna del último barrio, bien sea este en un polo austral en que científicos beodos te desean desnudar. Hizo falta perder todas las partidas para llegar hasta aquí. 

Folcror de mis arterias cuando se saben bien nacidas entre calles que me contemplaron aquel vagamundear de escueto mapamundi en Cochabamba, Arequipa, Bahía o La Paz. Murmullos queriendo pronunciar en el timbre de una radio que nunca funcionó la gravedad del asunto, ese que nos advierte que todo puede ser espejismo. 

¿Qué nos cuesta el techo y la vida? Aquello que damos por bueno y nada más. Mientras tanto nos preparamos otro trago y bailamos. Tu voz nos acuna con versos épicos de esos que tan bien sabes tallar. Edificas la memoria robándole el recuerdo, el latido, la fe inquebrantable y la falta de juicio que, al fin, es su reverso. Y la exactitud de melodías que amarran arterias como en aquel bolero falaz que tan bien cantase tu/nuestra amada Andrea

Hemos llorado daños que aún no en fondas y chicherías. En senderos polvorientos y entre trapicheos de mercado. Hemos esquivado varios puñales y nos hemos sentido autorizados para emitir dictámenes sobre el movimiento erróneo del labriego y la mordida del hambre en los pies niños. Hemos apostado a negro nuestro corazón sólo cuando como loco le permitimos aullar en la avenida sin transeúntes del apátrida que no deja de soñar con la tierra prometida. Al fin, Enrique, bien lo sabes, sólo eran unos labios. Cuando hablaban. Cuando besaban y dictaban taquicardias de temperatura exacta. Pero el tiempo es una guerra perdida y lo susurras como susurraba guitarras un Ry Cooder despavorido.

Pespunteamos dudas intentando evitarlas y dormir doloridos de golpes que no nos aniquilaron. Lo perdido no, ahí, lo siento, te llevo la contraria, no naufraga en el olvido por más que nos resten canciones urgentes que aullar a la cara oculta de la luna. Serenatas de pulso contenido pulsando cada surco de este vinilo. Me sirvo otro trago, pero ya terminados los chupitos toca, después de tanto tiempo y tanta moneda que no, una copa de vino barato. En copa que aún se siente lamida por el delirio siempre viste mejor, como yo mismo ayer en desnudo. Y es que te puedes a todo acostumbrar, sí, incluso a lo peor. 

Tricotar el dolor con una bossa nova que se clava como dardo y desguazar el alarde de infinito en un tango. Recordarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos casi como si Gauguin nos recitase epitafios de paraíso perdido a lo Milton. Y un mapa de excusas que no podemos desplegar porque las ganas de más se pierden en baile de disfraces en que siempre damos mal. Nos arrebataron la máscara. Las ciudades perdieron el norte y nuestros pasos trastabillaron un ritmo de corrido mexicano. Tañe el mezcal abandonos en la garganta. Cada día un poco más. Milonga... o vals criollo de quebrada cintura.

Boleros y cumbias sientan bien al dolor añejo. Cosen las costuras de todo aquello que dejamos perderse en un oleaje nocturno que no nos miraba de frente. Al fin, sin tropezar, caminé veredas, a ritmo y machetazo de bambuco colombiano, o casi, en Cochabamba, Arequipa, Bahía o La Paz para descubrirme cobarde, una vez más. Caminé veredas en soledad. Puedo vislumbrar las que me restan por transitar. Pero ya no quiero mirar hacia otro lado aguantando las chingadas ganas de llorar. Te agradezco este punto de valentía que me regalas cuando adviertes que soy incapaz de ver todavía el final, por más que ya pueda diferenciar entre los espejismos y la realidad. 

Silencio sólo roto por un mayido hembra. Angiebook, la gata, me disecciona con su pupila tatuada en aullido como invitándome a depositar de nuevo la aguja en el extremo de este vórtice de surcos indígenas que reiniciará la taxidermia. Mañana se va. Pero resulta que sí, que es hasta la misma muerte. Mi caja torácica ya está perfectamente adecentada y colocada en el blanco. 

Y aunque el salón me quede grande, te agradezco este lograr que siga bailando.

jueves, 22 de mayo de 2025

ladrones de tiempo

He decidido hacer, de la noche en que se disgregan todos los abrazos, timbre para la canción de la soledad y ritmo para el compás del no siempre es así. Melancolía lo llaman. Saudade lo prefiero y elijo. Cesária Évora morna delitos de lágrima y asesinatos de tacto. Me he pertrechado a conciencia: el eco de un caminar y la sombra de una sonrisa sin tintes cuando arrecia el desayuno tras la bacanal. O al contrario, que siempre es el envés del labio. Y unas piernas extendidas hasta el infinito de la inconsciencia. Bunbury me canta bossanovas bastardas y yo aprieto limón entre los dientes para desorientar la gradación de días de celebración ya disfrazados de final en que atarte con todas mis fuerzas.

Vengo de días en que celebrar el ochentaisiete cumpleaños de mi padre. He pecado, padre. Sí, de sentimiento, voracidad y obsesión. No era así aquel mea culpa de colegio de curas, pero en algo me acerco al mentar la flecha que arrastro bien atravesada en el corazón. En ocasiones se me enredan, en su enhiesta longitud, manos, arterias, piernas y una fraudulenta erección. Los dedos y las conexiones neuronales, también. A más, el pasado, el presente que ya no porque lo acabo de nombrar, y los futuros que ahí, a la espera, bien guarecidos en su madriguera. En breve sonrío al personal e imito el saber diferenciar entre el baile triste, el riesgosamente solitario, y ese otro con la dama que aún no me alcanza. Tal vez ebrio, de celebración hablábamos. Por eso prefiero danzar la hembra que me violará contra la última pared del séptimo cielo. 

Caminamos de regreso a casa. Hace días de esto, quien me lee sabe que escribo con retraso. Quien me ha leído sabe que, en ocasiones, me adelanto. Caminamos, digo, de regreso y Munay entre mis dedos. Sus manos. Me pregunta por qué, ante tanta ventisca, se sujetan la cabeza como si fuese sombrero quienes intentan plagiarnos el paso. Miro alrededor, contemplo y comprendo que no tengo respuesta y que, de tenerla, no me gustaría explicarla a su pupila locuaz de celebraciones que recién perdieron la cera. Últimamente me cuesta mucho explicarle cuestiones que para él son intriga y para mí casi ciencia, de tan intrincadas. Me da miedo. Pero ninguno el sentir que mis tres cabellos tigre, aunque canos pero nunca caballo, se desordenen al compás del viento. Ya no. Un 8 y un 7 que dejamos atrás. Días después, el mismo camino de regreso a casa, pero con un 5 y un 3 a las espaldas. 

- Qué mayor, pero qué bien, mis amigos dicen que tienes treintaiocho años. 
- Mira, por poco me quedo en los treintaicinco.
- Ay, papá, perdona, ha sido la abuela quien se ha equivocado poniendo las velas del revés, pero no quería llevarle la contraria.
- Hiciste bien. Yo se la llevé durante años y no me sirvió de nada.
- Lo único que te hace mayor son las canas. 
- Esto es lo que hay... esto es incluso lo que cada día menos tengo. Canas. Ya poco que ocultar y todo que regalarle al viento. Por eso no me sujeto el sombrero. 

Pero mientras caminamos y saltamos descubres que hay aún, también, este precipitado sonajero con que alguien coreografía mis huesos. Escuchas cómo cantan modo Gardel antes de que se cuele, con el paso cambiado, en algún escrito desbocado. Miramos, escuchamos, entendemos al fin, Munay, que salen a pasear, los demás, porque es lo que toca cuando mejor estarían en casa, ya que la tienen, a resguardo de tanto viento.

«It ain't prety, it ain't subtle what happens to the heart», te susurro, hijo, intentando acordonar mi voz de caverna entre las ondas radiofónicas del pasado. Leonard Cohen, aún no te he hablado de él. Llegará, si aguantas el paso y sigues caminando conmigo. El sendero es largo, abrupto y enrevesado, te advierto. Pero tú enredas entre los míos tus dedos aún mordidos del chocolate de todos los cumpleaños, incluso los que no celebramos. Todo llega, te respondo a una de tus preguntas como dardos. Todo llega, hijo, y en ocasiones es mejor que llegue a su tiempo aunque creas que el propio ya ha finalizado.

Caminantes de fin de semana pasean como triatletas las horas de más que les permite el salario. Se sujetan la cabeza como si sombrero presto al vuelo mientras tú me amarras las pupilas y me desordenas este caminar que, de vez en cuando, no sé muy bien cómo emplear. ¿Hacia dónde voy? Hacia dónde vamos me preguntas al comprender que hemos tomado un camino distinto, alejado de los paseantes y circundando por los bloques más agrios de este extrarradio madriles al que pretenden vestir de fiesta los ingenieros del desgaste, aquellos que ingeniaron este adefesio de centro comercial que tanto odiamos. 

Antes, hijo, hasta donde alcanza tu vista, todo era campo. Comprende que diga esto, ya estoy más cerca del abuelo que de ti. Soterraron los terraplenes en que me despellejé las rodillas, jugando, para erigir un centro comercial, el primero de toda la geografía patria, origen del mal, epicentro del hueco. Así que hoy, mejor, lo sorteamos y caminamos más largo. No importa si no llegamos a casa, Munay, cualquier día deja de serlo y así te vas acostumbrando a que en el camino también puede encontrarse hogar. Al fin y al cabo, en casa, también hubo un tiempo en que me despellejé las rodillas. 

Jugar es despellejarse las rodillas para vencer los terraplenes del tiempo. Vivir, al fin. No te entiendo, me dices. 

- El tiempo, Munay, lo único que importa es vencer a quienes nos lo intentan robar. 
- ¿Cómo los hombres grises de Momo
- Así, exactamente, hay que vencerlos. 
- Pero tú también fumas como ellos. 
- Sí, ya te dije que la edad no nos hace mejores, sólo más tontos si no rectificamos a tiempo. 
- Tú no eres tonto. Ni gris, salvo en el cabello.
- Ellos también llevaban sombrero. Yo no, pero debería habérmelo puesto. 
- Sigo sin entenderte. 
- Nada, hijo, bobadas mías. Creo que por no sujetarme el sombrero se me ha volado el cerebro.

Pero no temas. Pronto lo recupero. Ahora déjalo volar, que cuando gorrión, golondrina o gaviota se acerca más al lugar en que mayormente encuentra hogar. Porque sueño y es por eso que no lo estoy. Tenemos que ver una película, me interrumpes. 

Pienso en Léolo.

martes, 22 de abril de 2025

el don de la ternura

No hay victoria que sea final
ni derrota total
Llegará con mano dura y perderán la ocasión
de entender que es la ternura nuestro don
Nacho Vegas

Casi con total seguridad, Miguel Ángel carece de hogar. Así estamos obligados por la corrección política, hoy, a adjetivar, calificar, definir o clasificar a las personas que viven en la calle: sin hogar. Cuando tantas y tantos (seamos correctos) aseguran tener cuatro paredes que les cobijan aunque carezcan de hogar. Hogar es abrazo, y en esta sala de urgencias lo es (para pacientes y quienes pacientemente esperamos los resultados del análisis completo) la palabra tierna, el ademán respetuoso y la caricia sonriente de los y las (sigamos con la corrección) profesionales del riesgo que son enfermeros, celadores, auxiliares y médicos, entre otros (perdemos la corrección y acudimos, aquí, al plural masculino que aún permite la RAE para referir al género no estipulado cuando no especificamos el género de los individuos a que referimos).

La cuestión es que Miguel Ángel, casi con total probabilidad, vive en la calle aunque lleve horas intentando explicar que necesita coger el autobús a Barajas. Tal vez le espere un vuelo hasta la capital de un país sin geografía. Quizás una familia y sus ropas desastradas de orín, tinto de cartón, hambre y tabaco me hagan a mí clasificarle como persona sin hogar. Estamos hechos de prejuicios. Me escuece cada vez que Miguel Ángel pronuncia su supuesto destino y pienso en todos los viajes que ya no. A él le escuece la vida y reniega y no quiere sentarse en la silla de ruedas que le asignan para que buenamente espere hasta que quede libre la sala de radiología. 

El joven cocainómano despierta de su mal sueño y no comprende por qué tiene enchufada una vía, ni qué extraño líquido es el suero que le mantiene hidratado en espera de una receta que le salvará de ese estar alerta que entra por su nariz cada día con mayor soltura. Que por qué le han dejado dormirse, aúlla, que llega tarde al trabajo, que es lo único que le queda para poder seguir esnifando, que quiere dejarlo y sólo necesita la receta para pertrecharse de nuevas dosis de antídoto. Que necesita comer. Agrede verbalmente a las enfermeras (no es sexismo, sólo que no hay enfermeros, ahora, en esta sala) que, ciegas de paciencia y caricia, le calman, logran que se siente, se relaje. Una, estudiante de psicología (me dicen sus compañeras), le abraza y susurra al oído. Porta, como el resto, el don de la ternura. 

Al final sólo aquí, pienso, entre arterias acordonadas, goteos que resetean vidas y suturas de punto y aparte, tal vez, se haga corpórea esa magia que portamos y de la que olvidamos la varita en el fondo de cualquier armario. Ternura. Habrá quien diga que sólo es impostura obligada por el juramento hipocrático, y que el resto son palabras delineadas en la arena de cualquier playa. 

¡Hipócrates!, gime Miguel Ángel en voz baja y tú me preguntas qué significa. No qué, hijo, quién. Hipócrates fue un señor antiguo (así le consideran porque no vestía ropa de marca sino túnica comunitaria), casi un alma de otro tiempo, al que se considera padre de la medicina, esto que ayuda al joven cocainómano, a Miguel Ángel y a mamá a que sigan creyendo en la importancia de la vida y, también, a que en su epicentro puede habitar la ternura, ese don. Te lo intento explicar con cuentos y poemas inventados, regresas a su regazo y yo encapsulo un mensaje en botella de tinto voluble con tinta desdibujada por el suero. Comida fusión, ríes (no dejes nunca de jugar) cuando ves cómo Miguel Ángel introduce la tortilla (segundo plato de cena de hospital) en el cuenco en que una sopa sin náufragos reclama maderos a los que estos se puedan amarrar. 

Estás agotado y se han sorprendido en tus pupilas los cantos de sirena de las ambulancias. Y no buscas mar sino en el interior de un vientre que años ha te acunó y sí, también, te acuñó (el macho sólo es injerto no reclamado). Estás agotado y el hambre es despiadada y tú sí tienes hogar aunque sea departido, demediado o compartido. Estás agotado y tus dedos han aprendido, hoy, a zurcirle sonrisas al miedo. Regresas a mí para dejar a las y los profesionales del riesgo ejercer su acrobacia de esperanza bajo la carpa de latido de la vida mientras yo te canto canciones que debieran ahondar la herida. Pero como no las entiendes sólo encienden tu sonrisa.

Cantaba Bunbury, te digo, ya que tanto te gusta (esa canción aún no te la he dado a escuchar, por más que me reclames más), algo así como que un gato y una mujer y la fábrica de Jim Bean dependen en parte de mí. No lo entiendes y todo está en calma. Miguel Ángel, aunque perdido, porta en los bolsillos un papel con números de teléfono y un puñado de monedas, por si se pierde mientras busca por las calles de Madrid un autobús que le regrese a Barajas. El joven cocainómano porta en su bolsillo, junto a su necesaria receta, un puñado de monedas que le permitirán subsistir mañana si no llega a tiempo a su puesto de trabajo sin contrato. Una veintena de personas hemos hecho espejo a las y los profesionales del riesgo, a quienes nos acunan el pánico, pensando sólo en ese abrazo que, aunque no materializado, nos resulta tan necesario. 

Regresamos a casa, debidamente arrinconado el miedo y yo pienso que una vida en desarrollo, con todos sus aledaños, una gata viajera y un puñado de viñedos también dependen, en parte, de mí. Y tal vez, ojalá, el don de la ternura. Cierto, eso lo digo ahora que descansas profundo y las y los profesionales han sorteado el riesgo y todo está en calma. Descansa y duerme, que ya yo te canto. Y también mañana.


Medicina, Gustav Klimt

jueves, 17 de abril de 2025

fluye Madrid

Quedamos en Lavapiés. Río abajo enjuagaban caminata y ropaje los moros entre menta y albahaca sembradas bajo lo que hoy es beligerante sustrato de ladrillo, restos orgánicos y hormigón. Somos puntuales, y el Portomarín nos resguarda de la lluvia. Abril finalizando, ya vencidos los calendarios de las fechas que soñé celebrar pero llueve, y sopla viento agreste nos decimos que norteño. Aun así voces de sirena tejen canción desde el este, que el Far West es para los cuatreros. Alguno, remedo de Robin Hood, penetró las lontananzas de hierro y cristal de Azca extendiendo sombra de guante blanco a lo Caravaggio. Pero esto es Lavapiés y aquí el Madrid casi sur. 

Mis labios murmuran frío. Sólo queda el frío. Y unas cañas y unos calamares sin alma y una generosa ración de empanada. Como la que con Gazzano hace ya cuántos años, en este mismo lugar. También con su padre, trasegamos vino en aquel caso. Contigo no, jamás arribamos al Puertomarín lucense ni a este bar aún de barrio. Preferimos sortear el eco de la poesía y naufragar calle Lavapiés arriba. Soñando desovarnos el vientre cual salmones que sólo se detienen para decirse al oído Mira el Sol sabiendo que tal expresión puede dar en libros, partituras, lienzos, miradas y, de paso, en una calle de ciudad perdida en la billetera del turismo insolidario. Por ahí, no muy lejos, por El Rastro.

Madrid es un vendaval de aguas que no saben hallarle el pulso a la llamada de la mar, más violenta que la de lo salvaje que glosase Jack London cuando lobos le mordían la tinta y la saliva. Morder saliva y sonreír en tinta. Acaso la vida era eso. Yo pienso que sí. Masticar la saliva, te digo, y sonreír mientras caminamos hacia la Ronda de Valencia llorando defunciones de alga en que evitamos resbalar. 

Madrid se desmadeja para los turismos de feria, como duques pederastas que comienzan a ordenar los pasos a los costaleros impúberes de la Semana Santa. Los miramos y sonreímos con deje burlón engreído de ateísmo que pretende ser visto como diferente cuando todo da y es lo mismo. Qué más da, que nos miren. Qué más da, que nos piensen sucios, deslenguados, ateos y aledaños. Qué más da si Lavapiés ya no lava sus pezuñas en la mar. Qué más da, si las torrijas nos contemplan desde la panadería superviviente con maneras de ya no hay lugar.

Hemos caminado Lavapiés abajo, corriente subterránea del ya tan corriente confín cotidiano, hasta llegarnos a Embajadores. Por aquí vivía el Davo. Sí, ya casi en Acacias. Pero vamos hacia Batalla del Salado. O Ferrocarril, comprende que me equivoque porque aquí, tan cerca, en Atocha, tomé trenes que me conducían al paraíso de múltiples huríes a un sólo cuerpo arracimadas. Atrás han quedado los magrebíes, trapicheando hachís en chanclas que atragantan lluvia entre los dedos de sus pies. Y nosotros buscamos trapicheo en un bar regentado por un chino hispalense que sólo ofrece quintos de Mahou durante la espera. Asegura, en un idioma ebrio de acentos mal engendrados, haber nacido en Sevilla y sólo sentir pasión por el flamenco. Muestra DNI que lo certifica, lo de su nacimiento. Agradecemos que no se arranque en un quejío. No hay música ni ruido alguno más allá del de nuestras voces y tu caminar como si descalzo. No hay más clientela que nosotros y mi amigo, atribulado de correteos cotidianos y ganándose, atornillado a la barra, el merecido descanso.

Antes hemos cumplimentado un par de alvariños en una taberna cercana en que la camarera ha decidido colocar una mesa, para que tomemos asiento, en la misma entrada. Batidos, los vinos, más que escanciados. Puro delirio de oleaje atlántico. Ha arreciado la lluvia y los viandantes casi se caían sobre nosotros al entrar buscando resguardo. Hemos decidido invitar a trago a más de uno, por no sentirnos extraños con ellos al lado y sin tener de qué charlar. De más delirantes situaciones, a veces, nace un amigo. No muy lejos, por Alonso del Barco y Sebastián Elcano, se multiplicaban antaño, quizás hoy también pero no hemos ido a comprobarlo, los restos fósiles de yonquis enganchados a la espera de la kunda que les acercase al poblado para aprovisionarse de veneno, allende Vallecas cuando era extrarradio.

En el chino. No el de Radio Futura, sino el que sólo ofrece quintos y platos de ramen. Alrededor, en amalgama castrense, comandancias o cuarteles, cuestiones de esas, regentadas por la Guardia Civil y la Policía Nacional. Y en el interior del bar, Lorca declamando una Oda a Walt Whitman y yo buscándome la mariposa de tus dedos en la barba mientras intentas explicarle al barman que no quieres una tapa de oreja, que mejor un poco de queso o de jamón. Aceitunas, al fin y, como en un sueño perpetrado por David Lynch, de la cocina aflora una sonrisa delictiva portando efluvios orientales que bien quisiéramos para acompañar las cañas. El ramen es nuestra especialidad, dice.

Podemos salir afuera con las botellas en la mano. Aquí, cercados por las fuerzas del orden, no pasa nada por cometer acto tan incivil. Cuestión que sí ocurre en el puro centro de Madrid, qué contrariedad. Tanta como la que refleja la cara del camarero chino cuando exclama, regalándonos su sonrisa de Buda con sobrepeso y decalaje intelectivo, por qué salir llueve mucho. Pero hay costumbres que labran las páginas de la historia pequeña de los barrios, ritos que hay que mantener. Los del trapicheo y el cambio de bolsillos que ejercen billetes y enana marrón, mejor, siempre, cuando no haya moros en la costa. Quedaron puerto arriba, ya lo expliqué. Así que material cambia de bolsillo, un vapeo, un cigarro y tú susurras que no estaría mal probar y comprobar la calidad. Un ratón nos sonríe amarillos de queso rancio al filo de la alcantarilla más cercana.

Sobre la caja registradora hay un sobre cerrado, color granate con ribetes dorados, que mi amigo solicita al camarero y me obliga a firmar asegurándole a voz en grito que ahora sí, debe seguir guardándolo. Porque, explica, junto a los deseos que escondió en su interior cuando inauguró este año de la serpiente que incita a sus compatriotas a enfocar diferente la vida si quieren realmente alcanzar sus deseos, tendrá además una firma que valdrá dinero cuando yo haya muerto. Rubrico un autógrafo nuevo, tal vez inventado, como todos, por ganas de sobrevivir, mientras te sonrío y explico que, puestos a elegir años chinos, siempre preferí el del dragón, tan creativo, poderoso y magnánimo. La serpiente puede sorprenderte en un descuido y pretendo que mi firma perdure. 

El camarero saca de no sé dónde unos gintonics sin cardamomo, resudados en vasos de tubo. De bien nacido es ser agradecido, así que un trago largo para no ofender, un cigarro en la cocina del bar, un ramen hirviente compartido y regreso no sé a dónde caminando solo y diciéndome, asediado por el eco de agujas que pespuntea la lluvia, que cuando llegue a no sé dónde escribiré algo que nadie querrá leer. En mi bolsillo, el material. Luego la noche y ya después todo. 

Y la lluvia.

lunes, 24 de marzo de 2025

banquete platónico

Anchoas en su exacto punto de carnosidad mordida por la mordiente de la mar en crecida. Piparras navarras al punto de sal ejerciendo nataciones en vinagres inciertos. Tomate bien picado, triturado, molido dirían en Bolivia, como la carne de las hamburguesas o de los filetes rusos de antaño. Champiñones, enteros, por supuesto, coronado su falso fieltro de sombrero callampa por virutas de jamón ibérico y generosas rodajas de ajo. Ibérico, también, el lomo, de bellota que de alguna manera dejó entreverada su pulpa de grasos blancos para que compitiesen con la piel del universo. Aunque partida perdida, siempre. 

Dispongo los alimentos como deseo imaginar Chagall esparcía sobre el lienzo los colores y los sueños a la hora del boceto. La comida, dicen, entra por los ojos, y me he permitido añadir unas olivas. Color que ya no puedo evitar si pienso en alimento. Y un coupage Tempranillo, Syrah y Cabernet Sauvignon que juega a las matemáticas o los códigos sin descifrar: 8.0.1. con su diseño de futurismo ruso mientras Stalin y un tipo con un parche o una medusa en el ojo me contemplan desde la puerta de la heladera conminándome a compartir con el pueblo.

Miro a la gata, que ya no está, para invitarle a cenar. Hoy si te dejaría, gustoso, compartir plato. Miro a Munay, que tampoco, y le digo que no se inquiete. Sé que no le gusta lo que he preparado, pero su paladar lo deleito con diferentes texturas, sabores que a él le embelesan y le regalo porque más me gusta a mí cuando me besa y me dice te quiero. Por la panza se gana al hombre, decía abuela. Enseñanzas de esclavas que pudieron atisbar en las voces de la radio qué cosa era la escuela. Miro y ya no está la gata, tampoco Munay, y me digo detente, mejor no sigas mirando.

Hoy, por fin, el sol ha vuelto a reclamar su reinado de inviernos difuntos y, masticando cirros, cúmulos y estratos como en aquella canción de Javier Krahe, asoma su rostro de titiritero magno. También, parece, la temperatura ha decidido acumular, como grasa en su torso declive para los ejércitos del mantente sano, un puñado de grados. Dictadura de la climatología, que se cansa de ser feroz y se inventa un termostato. 

Invito a cenar al silencio y la casa quiebra sus paredes en orfandades de dicción. Tom Petty desordena todo cantando breakdown y las paredes caen infectadas de melodía y se me acaba pasando el hambre. Pero me alimento. Y bebo sin dejar de brindar por el tiempo que sonríe sol y por las horas que pasó bien alimentado de luz y calor. Todo queda a medias. Demasiado condumio. El hambre no compartida es más fea que el señor mayor que te mira, cada mañana, desde el fondo del espejo. En ocasiones aparece un duende para enseñarte sus dientes atrincherados en fierros que le harán sonreír mejor, más bello, el día de mañana. Ese mismo que Bunbury advirtió «ten cuidado que vendrá, y ya verás».

Vuelve a llover y la cena queda a medias, ya lo he dicho. La media Verónica de Calamaro sorprende sus dedos de lluvia escribiendo sueños truncados contra la ventana. Ni un ápice de negacionismo en mí. No pienso que los partes meteorológicos sean farsa. Pero conozco los dictados de la temperatura y ahora me hiela este nuevo no seleccionado del que me avisa el móvil, parpadeando en la rueda de la fortuna del pan para hoy y hambre hasta la tumba. Oscura como aquella en la que yace un amigo de Lowry.

La gata, esta vez sí, acaba finiquitando el banquete. Miro a Munay y le digo que, por favor, luego retire los platos. Después a lavarse los dientes y yo ya le conduciré por los mares del sur a lomos de un barquito de cáscara de nuez. Mientras, entre mis dedos, la corteza, la envoltura, la cubierta... la piel.

No temas, hijo, que este Saturno sólo se alimenta de sueños. Y tú eres real y, además, no estoy solo. 


lunes, 27 de enero de 2025

días estoicos

Derrick lee un artículo, puramente alimenticio, que recién escribí acerca de los libros de cabecera del estoicismo. Me habla, desde México, de esclavitud, servidumbre, plenitud, conocimiento, inteligencia emocional y abrazos pendientes. Cuestiones todas ellas que darían para una buena charla debidamente aderezada. Ay, amigo, si la buena mota estuviera en Europa, como cantaba aquel. Sé que mi respuesta te ha desconcertado. A ver si ahora me explico, querido, pero necesitaré tiempo y párrafos. Y va para largo, no puedo colgar el advertisement de tiempo de lectura. Sólo lee si tienes tiempo, espacio y calma.

Gazzano, también desde México, viene hablándome estos días de fe y misterio. Lo lleva haciendo desde que celebró conmigo on the road de las telecomunicaciones esa fecha que el calendario marca como fin o inicio de año, pateando Frisco, Twin Peaks arriba y abajo, fentanilo a espuertas en las calles, vivos muertos y bancarrota de la compasión ciudadana que ya invade los iueisé y el orbe todo. Que Trump no trajo el desgaste (qué miedo da, ahora, el monstruo al que cada día seguimos alimentando), sólo aprovechó los flecos del desastre. El caso es que, Papini mediante, Gazzano me recuerda cómo estamos olvidándonos de nosotros mismos cual Quijote cauto que denigra la sed de justicia de Sancho, mientras pululamos, cual disfuncionales arañas de Marte, la vida y las redes sociales. Hasta tal punto que, algunos, encuentran sinonimias entrambas.  

El estoicismo, querido Derrick, sí, parece a día de hoy algo así como la panacea contra la esclavitud. Pero nada de eso promulgaban sus antiguos fundadores. Ni siquiera Séneca, a pesar de su acolchada cuna. Mucho menos Epicteto, que fue esclavo antes que filósofo (más bien a la par), ni Marco Aurelio, que gobernó con sabiduría antípoda a la de Erasmo (este no gobernó, de ahí su bilis). Que la vida nos golpea, es obvio. Para qué, si no, llamarla vida. Pero parece existir una corriente mercantilista, hoy, que toma en vano las enseñanzas de los próceres del estoicismo. Una corriente que desea situar al humano en el que considera su justo lugar: a merced de los mercaderes y los mercados. Pero el estoicismo no es recibir los palos basándose en algún tipo de espiritualidad defectuosa. Es encajar los golpes consciente de que les duelen más a quienes los propinan.

Asumida la esclavitud, deglutida la alienación del sufrimiento, comprendemos que es el argumento de las nuevas masas, el eslogan de los gurús del agacha la cabeza y esto es lo que hay y no me da la vida pero paso por el aro, una y otra vez, para dilapidar en autoproducción y autoconsumo el propio salario. Y lo disfrazan de estoicismo. Y eso escuece, es lo que intentaba decirte en aquel mensaje. Hay ya, lo he descubierto, libros de autoayuda que dinamitan su corpus de infinitas páginas con mensajes destacados (Times New Roman 50) como quote cibernético que pretende engañar al lector explicándole qué cosa es el estoicismo. ¿Y qué terminarán sabiendo, quienes devoran tales libros, de la citada filosofía? Posiblemente tanto como los hippies que marcharon, años ha, a Nepal y otros orientes en busca de drogas y espiritualidad. Y todavía, que los próceres del mercado ya advirtieron en oriente lo mismo que parecen descubrir hoy los de occidente. Simplemente nos llevaban ventaja. La edad nos hace a todos más viejos. A algunos más sabios. 

Crear la necesidad de adquirir lo que crees que no tienes es el primer mandamiento del mercado. Pero resulta que lees a Epicteto y comprendes que ya tienes todo y lo que te resta es aquello que te arrebatan y nada puedes hacer por remediarlo. En ese punto, tú decides: lo comprendes de otro modo y adecúas tu mente a la realidad circundante o te entregas al desgaste y te llamas estoico porque tu cuerpo aguanta un día más con vida, un año más en pie y con todos los gastos pagados a costa de perder tu propia realidad. Estoico siglo XXI. Estoico apesadumbrado. Tanto el que se desloma sin horario como aquel al que no procuran un empleo, un trabajo.

Regreso a Gazzano. Hemos hablado, océanos de por medio, mucho y bien de misterio y fe, de corazón y realidad. Él enfrenta con puños, cañas y lente (mirada certera y silente), como boxeador, todos los golpes. Dribla y recibe. Alguno escabulle. Pero encaja, aunque no deje de dolerse. He ahí la fe, hermano. Y toda fe se sustenta en el misterio, querido Gazzano, bien lo sabemos. Como boxeadores, hacemos del verdadero estoicismo calzón de cuadrilátero que resguarde nuestras erecciones más acobardadas, las que se pierden en noches de sábanas huérfanas. Y encajamos los golpes. Pero nos guardamos, siempre, un derechazo. O la ilusión del mismo. Resistencia no es asunción cuando la fe sigue intacta y el misterio es quien despacha las mejores tajadas.

Claudio me habla desde Bolivia. Traza sus senderos de antemano. Reinventa los mapas entregado a su no cejar en el recorrerse a uno mismo que supone recorrer mundo para encontrar la propia realidad. Y es esa, únicamente, la que defendieron los estoicos de antaño teniendo claro que no se trataba de no dolerse de los golpes y su herida, de sus mordidas de picana contra las costillas ni de su aliento ausente de arena entre los párpados. 

Voces me hablan. Voces me llegan. Dicciones milagrosas como islas recién nacidas en el fondo de un estanque que se erige centro de jungla o de la tierra misma (a su médula viaja, en estos momentos, mi Munay, Julio Verne mediante). O de la vida. Centro de mi realidad tal cual es sin nunca llegar a imaginar que tal cual llegaría a ser. Hasta hoy, hermanos.

No podemos obligar a cambiar de parecer a la realidad. Es la que es, en eso tienen razón los gurús del estoicismo capitalista de manual de autoayuda. Pero no dejará de ser su realidad, y quienes entendemos distinto el verdadero estoicismo comprendemos que nace de saber contemplar el mundo circundante desde la nuestra propia. Nuestra realidad... cuánto me gusta redundar. 

Noches atrás, ya no sé cuántas (ya no sé siquiera si escribo, como acostumbraba a hacer, con retraso), retomaba entre mis manos ese volumen que me fotografiaste desde City Lights, Gazzano: Stunning like a hummingbird, del incólume Henry Miller y, mientras amoldaba mis vísceras como boxeador para mejor encajar los golpes, él me recordaba qué cosa es la realidad:

«Cada cual tiene su realidad propia, en la que se mueve, si no es demasiado cauteloso, tímido o temeroso. Esa es la única realidad que existe. Si puedes transmitirla al papel, en palabras, notas o color, mejor. Los grandes artistas ni siquiera se preocupan de transmitirla al papel: viven con ella en silencio, llegan a ser una y la misma cosa con ella».

El estoicismo, por tanto, creo, querido Derrick, hace nido en la realidad de uno mismo. Esa que abraza el misterio porque no pierde la fe en saberse equivocada al construirse interiormente al margen de cualquier dictado. Esa en que podemos aullar de dicha y no de espanto. «Me despierta un aullido, y es mi sangre. O es tu piel». Algo así dejé escrito, hace tiempo, y regresa la poesía en eterno circular nietzscheano. Pero es realidad, no falso estoicismo, el asimilarlo.

cortesía de Gazzano


miércoles, 25 de diciembre de 2024

¿el infierno son los otros?

El gato era pequeño. De tan pequeño, podríamos asegurar que sólo tenía cabeza. Ni tronco ni extremidades, sólo cabeza. Estaba hambriento, era evidente, se glorificaba famélico contra las fauces de la luna llena. Quizás tuviese frío. Pudiera ser, a la vista de su imperceptible temblor como provocado por la gélida mordida del atardecer andino.

Mallaba. ¿Mallan o maúllan, los gatos? A mí me suena mejor que mallen encendiendo enredaderas. Así que mallaba. Lo hacía de manera insistente, lacerante, con ese quejido que nos recuerda al humano recién nacido y recientemente expulsado a la inhóspita atmósfera de una aséptica sala de partos. Todos hemos sentido un escalofrío alguna de esas noches en que hemos dejado deambular en libertad a nuestros fantasmas interiores cuando escuchamos, proveniente de la calle pero como si se originase en la habitación de al lado, o en la cocina, el salón, o la asepsia azul desvaído del cuarto de baño, el prolongado y lastimero mallido de un gato en celo o simplemente abandonado, tan similar al del hijo que aún no pero ya por siempre tenemos, tan peligrosamente cercano a la máxima expresión acústica de desdicha del ser humano: he aquí el llanto.

Aquella no era la primera ocasión en que se encontraba con algún animal abandonado. No era la primera vez que recordaba, ante la vista de un gato callejero, la singular preferencia por tal animal que le llevaba a detenerse para contemplar sus merodeos de cazador mínimo regalando, de paso, a los viandantes, el incómodo espectáculo de un hombre de mediana edad estático en medio de la calle, como a punto de extraer del bolsillo interior de su chaqueta un revólver con el que comenzar a disparar a diestro y siniestro. Siempre lo había afirmado, no sin cierto ánimo de escandalizar: puestos a elegir animal de compañía, después de la mujer y el aparato de música, elijo al gato. Jamás un perro. Los perros son serviles hasta lo grotesco, no me apetece tener encima, todo el día, un enjambre de pelo y babas que sólo pretende mis caricias. Prefiero el gato, más parecido a la mujer, o al menos a las que clamaron por mi piel: independientes, altivas, autosuficientes... así las prefería antes... o también ahora, y por eso es que siento tal cúmulo de contrariedades cada vez que ella me asedia con sus besuqueos y arrumacos.

El caso es que los gatos formaban parte de su imaginario, digamos poético, desde hacía tiempo. Tal vez desde que leyese por vez primera Las Flores del Mal. Pueda ser. Quizás desde que descubriese el caminar de tan sigiloso animal embarrando en misterio las más gloriosas páginas de la literatura, desde Herodoto hasta Umbral, pasando por Allan Poe, Cortázar o Bukowski. De nuevo, incluso cómodamente aposentado en un terreno tan hueco de disquisiciones como puede ser el del reino animal, él aprovechaba para tirar de literatura y ennoblecer las supuestas virtudes de los gatos recordando sus ingrávidas lecturas de juventud.

Pudo ser esta la razón de que cediese a un repentino sentimiento de ternura hacia aquel animalillo que, cabezón y mugriento, se retorcía entre los restos de basura que hacían frontera con el inicio de la barriada.

Tiempo después se cuestionaría sus más íntimos sentimientos. Lo del gato ocurrió recién finalizada una de las confusas jornadas de voluntariado en San Simón, la más miserable y desatendida población del valle.

Como cada día, antes de hallar al diminuto felino, emprendía el camino de regreso por la polvorienta carretera, dejando atrás un desastrado vendaval de niños alucinados de lamparones, un tropel informe de chiquillos asediados por suciedades perennes y enfermedades venideras. Y resulta que, ajeno a tanta miseria, de repente, el gato se le aparecía como la quintaesencia de la indefensión y el desamparo, y le causaba mayor pesadumbre que las manos mordidas de labor agrícola de Cinthia (5 años de edad), o la respiración moribunda de pegamento de Cristian (9 años de edad) o la quiebra mental asomando al cráneo de Yonni (7 años de edad). El pequeño felino le resultó, en aquel momento, más necesitado de atención y cuidado. Son cosas que ocurren y a las que quizás no debiésemos prestar más atención de la precisa. Así lo decidió él, sin apenas valorar las consecuencias de su proceder. De igual manera que llevaba actuando desde que había regresado al país.

El gato lloriqueaba. Mallaba y balanceaba su enlodada cabezota por entre los restos de cochambre del rincón que hacía las veces de vertedero en la comunidad de San Simón. Mientras el felino sollozaba él aseveraba, mentalmente, que a pesar de toda la desdicha que arreciaba sobre sus difusos futuros, los niños continuarían sonriendo, tal vez carcajeándose abiertamente con la impudicia del que nada tiene que perder.

Ellos siempre abandonaban el polvoriento recinto del aula en primer lugar, sin siquiera preocuparse por despedir correctamente a los «profesores», ese desbarajuste lingüístico de juventud deseosa de cumplimentar buenas acciones que se le comenzaba a antojar el grupo de voluntarios (incluido él). Corrían campo a través, entre disputas de juguete, piedras como proyectiles y polvo de trinchera falsa y ya estarían en casa, bajo el mísero techado de barro y maderos, acunados al albur de la ebriedad hoy, tal vez, ojalá, inofensiva del padre, como momentos antes, en clase, cuando rememoraban a carcajadas los errores del voluntario belga que pretendía rezar en español y en alta voz el Padrenuestro.

Sí, ellos reían siempre, y su propia pobreza o su desnortada miseria sólo suponían novísimos campos de juego en que dilapidar los días. A pesar del hambre, de los guantazos nocivos de la paternidad mal entendida y la hambruna mal encajada, era muy probable que ellos, en estos momentos, mientras él sopesaba la conveniencia de tomar entre sus manos a aquel animal indefenso, sostuviesen entre sus labios el peligroso milagro de una sonrisa sincera. Al menos algo había seguro: el gato lloraba. Pero, pensó, ¿qué haría con aquel animal? ¿Lo llevaría consigo de regreso a eso que se había acostumbrado a llamar hogar por más que lo sintiese cada día más lejano? ¿Lo depositaría entre los brazos de ella, como cálido y equívoco recuerdo de las noches de pasión consumidas al implacable ritmo del exceso y los relojes ebrios de deseo? ¿Podría ser, el animal, digno sustituto y afelpado bálsamo para la herida en que ya comenzaba a ahondar el presagio de su partida?

El milenario polvo que zurcía los bordes de la carretera comenzaba a cobrar vida y ejecutar silenciosa danza en la frontera visual de un atardecer redundante. Sobreponiéndose al llanto desconsolado del pequeño animal, comenzó a advertir el rugido acatarrado de la combi que ya se acercaba a marchas forzadas por la carretera, repleta como cada día de labriegos trasnochados de trabajo que evadían horas al sueño para acometer la difícil tarea de vender, ya en la ciudad, los productos que sus garfios como manos habían arrancado, durante el día, a la Madre Tierra.

La combi se acercaba. El gato, como consciente de su titubeo, redoblaba afligidos lamentos.

Él quiso creer hallarse ante uno de esos momentos en que con una decisión podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas. Miró alternativamente al gato, cada vez más pequeño, hundiéndose a cada esfuerzo en el lodazal de desperdicios, y a la combi, cada vez más grande contra el polvoriento atardecer, como uno de esos recortables que utilizaba cuando niño: cortar con tijeras sin filo el contorno del vehículo, mordisqueada su carrocería de colores chillones, y situarlo sobre alguna de las opciones que hacían de paisaje y fondo para el mismo: ahora un verde prado, ahora la ordenada salida de un colegio, después la avejentada carretera de una ciudad de provincias, luego una ciudad en guerra siglo veinticuatro.

Levantó el brazo para que el chófer pudiese verlo y no pasase de largo. Las combis solían llegar atestadas de gente a estas horas, pero los conductores tendían a apiadarse de aquel extranjero que caminaba calmo el arcén de la más peligrosa carretera de la comarca. El resto de voluntarios, sensiblemente más jóvenes y adinerados que él, tenían por costumbre llamar al único taxista que operaba en la zona para que les acercase a la casa común en que compartían carcajadas, cervezas, ideas más o menos brillantes, piscos de saldo y contradictoria desidia por comprender mejor el país al que habían llegado con la sana intención de HACER EL BIEN, así, en letras mayúsculas. Al menos de tal manera consideraba él que ellos lo sentían, a pesar de no preocuparse ni por un instante de pasear la ciudad, comer en sus boliches, ayudar con una mínima moneda a aquellos a quienes repartían la mirada en pedazos de sonrisa más o menos complaciente. Pero no se permitían el lujo de favorecer de la manera más obvia una mínima porción de la mermada economía nacional. Él siempre prefería caminar por la carretera, entrar en la combi y rodearse del huraño murmullo de los trabajadores del atardecer, arriesgarse a perder sus pocas pertenencias por el sigiloso avance de una mano huérfana de monedas. Después, llegar a la ciudad y buscar la taberna más tranquila en que engullir una cena escueta y apurar una considerable cantidad de pisco. Eso le hacía sentirse mejor pero, en el fondo, no se creía tan distinto a sus compañeros de voluntariado, y… la combi reducía velocidad. El conductor le hacía señas acústicas con el claxon.

Ya en el interior del vehículo, amortiguado por el mustio parloteo de los campesinos que, tras arduas horas de siembra, emprendían el viaje a la ciudad para intentar arañar migajas o monedas con el producto culinario a que sus manos, durante el día, habían conseguido dar a luz, pudo abrirse paso entre la marabunta de petates, cubos, sacos de papa y útiles de labranza, hasta el asiento del que aquella señora de mirada amable despegaba a su pequeña hija para indicarle a él que podía ocuparlo. Agradeció e hizo una carantoña a la chiquilla que, sin queja alguna, se acomodó en el regazo de su madre.

Los kilómetros se difuminaban al ritmo de polvo en nube que, irremediablemente, invadía el interior de la combi asediando ventanas, rejillas de ventilación y cristales rotos. Por momentos se hacía imposible reconocer el rostro más cercano, tal era la cantidad de partículas en suspensión. Él entrecerraba los ojos sin dejar de apretar con fuerza la mochila, temeroso de los muchos latrocinios que propiciaban tales momentos de nula visibilidad. Lo más difícil era aguantar la respiración, o adecuarla de manera tal que los pulmones no quedasen insertos en el ámbar de una insuficiencia respiratoria.

Eso debió ser lo que molestó al pequeño felino, enredado hasta el momento en el fondo de la mochila, asediado por la turgencia inexacta de la chaqueta y los irregulares bordes de libro, libreta, bolígrafo, paquete de tabaco, bolsita de filtros, encendedor, librillo de papel.

Fue entonces que arreciaron sus mallidos (porque los gatos, ya lo sé, mallan y enredan) y la chiquilla adormilada decidió hacerles eco con gritos de irrefrenable emoción.

Ya no pudo mantener al animal por más tiempo en el fondo de la mochila. Introdujo sus manos en su vientre, cuidadosa, pausadamente, y extrajo de su interior la hidrocefálica masa de peluche para depositarla con calma entre las manos de la niña, no más grandes que las zarpas del gato.

Arreciaron las miradas en rededor. Algún que otro de los campesinos esbozó una sonrisa.

Los gritos de la niña apenas dieron a su madre para agradecer el haberla depositado en su regazo a efectos de que él pudiese tomar asiento. No fue necesario, la mujer se encargó rápidamente de retribuirle con una sonrisa amplia como sandía recién asesinada que permitiese a la chiquilla tomar al gato entre las manos,  independientemente del aroma a estercolero que este exhalaba. Y al momento: no se preocupe, yo estoy acostumbrada a cargar con la niña, además ella prefiere, toma más fácil el sueño, aunque ahora no dormirá, es seguro, hasta que usted se baje, mírela, le encantan los animales, jugar con ellos, en el campo hay hartos perros pero pocos gatos, la verdad, muy pocos, perros sí, pero ladran y son poco de amistad y a Yeni no lo gustan, pero este gatito se ve le encanta, si consigo plata suficiente quizás le compre un gato para que juegue con él después del trabajo...

El trabajo. Sí, otra chiquilla trabajadora. ¿Qué edad tendría? ¿Cinco? Puede ser. Seis a lo sumo. Y sus manos, más sucias y desgastadas que la piel del gato. El trabajo le gusta, no lo hace mal, eso asegura su madre. La recogida de maíz no es de lo harto duro que hay en el campo, y si la pequeña no la ayudase ella sería incapaz de recolectar una carga suficiente para preparar los tamales que se disponía a vender a la puerta del mercado, cuando la pleamar silenciosa de la tarde y la dentadura azul imposible de la bajada. Después pasarían la noche bajo algún techado público y a la mañana, temprano, comenzaría la venta de los que no hubiesen podido despachar la tarde anterior. La niña le ayudaba bastante: no se crea, es bien viva y llama la atención a la clientela, se acercan con más facilidad a nuestro puesto, y de vez en cuando regalan alguna moneda, ese algo de más que sacamos nos permite regresar en la mañana para de nuevo iniciar  a recolectar.

Así que ahí se veía, preguntándose quién, hoy, puede hablar así, cómodamente apoltronado y en cordial coloquio con la amable mujer, contemplando a la niña hacer cosquillas al pequeño felino que, momentos antes, se asfixiaba de costuras entre los retales de basura que bordean las callejas de la comunidad de San Simón.

El gato parecía haber recuperado la calma. Mordisqueaba los pulgares de la pequeña. Hambriento, se proclamaba y los restos orgánicos que deformaban las manos de la niña parecían ser suficientes para dar de comer a una camada entera de animales de compañía. Surcos como grietas geodésicas reteniendo miríadas de oscuros gérmenes en deleitosa procreación, como una escena microscópica de un relato perpetrado por el Marqués de Sade.

El animalillo mordía y mordía. El efecto de sus fauces, en la pequeña, no iba más allá de una leve cosquilla que se deleitaba en desvelar al resto de los viajeros con profusión de carcajadas.

El trayecto continuó entre nubarrones de polvo que anunciaban la tormenta de baches previa al alcanzar la ciudad. Las luces del día habían ya trocado su espesor de calima por un brochazo grueso de neones, y en las calles comenzaban a arracimarse los vendedores nocturnos y holgazaneaban, como en probeta de laboratorio, los ensayos de delincuencia que darían, cómo no, tarde o temprano, violentos y gloriosos frutos.

Como cada tarde, una vez la noche inauguraba su dominio de sombras en esquinas y tenderetes, él desalojaba los lentes de su rostro, abría desmesuradamente la mandíbula y exhalaba su ya hediento hálito sobre los cristales, para posteriormente pretender limpiarlos con el borde más gastado de su roída camiseta. Acto seguido volvían las gafas a ocupar su lugar habitual, cómodamente apoyadas en el tabique nasal. Intentaba, con tan teatral aspaviento, recuperar la visión que, en el atardecer, parecía perderse copulando con la oscuridad circundante y comenzaba a jugarle malas pasadas. Aunque sabía bien que no era la suciedad de las lentes, sino el difumine de las callejas atestadas lo que provocaba su desorientación, siempre ejecutaba la misma rutina. Era consciente de que identificaría sin problema el lugar en que debía apearse de la combi, pero aun así insistía en su cotidiano acto de impostada pulcritud. En la repetición anida el germen de la sabiduría, se decía, y sonreía de manera algo torpe, casi cretina, como si acabase de recitar un mal chiste a un compañero de viaje hacia los confines del cementerio.

Aquel día su sonrisa se topó de bruces con la carcajada de trapo de la chiquilla, que continuaba proporcionando al diminuto felino sus caricias de betún y sus deditos de mimbre viejo.

La madre le miró atentamente cuando él comenzó a agachar la cabeza intentando enfocar, entre la marabunta humana del interior de la combi, la geografía de piedra de las calles que se sucedían al ritmo de los socavones y los violentos virajes, y le preguntó dónde tenía que apearse. Él explicó que no había problema, que conocía el camino, pero continuó asomando la mirada entre los contornos de los numerosos cuerpos que abarrotaban el interior del vehículo.

Fue entonces que ella intentó recuperar la conversación explicándole que les quedaba aún largo camino hasta llegar a las calles aledañas al mercado. Allí se apearían, y necesitarían ayuda de alguno de los presentes para poder arriar los fardos que portaban consigo. Él dudó entre preguntarle o no cómo era posible que cargara ella sola con su pequeña y con todos aquellos bultos. No lo hizo, pero convino, mentalmente, que en su tierra natal sería imposible trasladarse así, que no sería fácil encontrar en cada interrupción del camino alguien dispuesto a echar una mano en tan ingratas tareas. Sólo era un pensamiento. Uno más, provocado por esa manía que había adquirido, desde que aterrizó de nuevo en aquellas tierras, de considerar a sus conciudadanos mucho más aletargados por el consumismo y el poder del individuo. En el fondo sabía que esto no era tan cierto, que aquí tampoco se destacaba el común de los habitantes por su amabilidad y solidaridad con el prójimo. Pero es más fácil culpar al país de origen, siempre, de ser la cuna de todo mal ignorando que también es la propia.

El infierno son los otros, se repetía mentalmente. Sí, esa fue la frase que legó a la posteridad el alegre Jean Paul Sartre. No recordaba en que libro se hallaba la manida frase. Era en una de sus obras de teatro, eso no lo dudaba, pero, ¿cuál? Mientras dudaba entre La puta respetuosa y A puerta cerrada, recordó que el gato de Sartre se llamaba Nada. Un nombre muy acorde con el carácter del pensador, aunque demasiado deprimente. Es fácil tener un gato llamado Nada y creer que el infierno son los otros, aunque se trate de aquellos que se guían por idénticos impulsos vitales que uno mismo. Tal vez, entonces, el infierno seamos nosotros, quién sabe.

Perdió de vista, por un momento, la sucesión de irregulares intersecciones que configuraban el transcurso de su habitual trayecto, extraviando momentáneamente la noción del tiempo y el hilo de kilómetros que se enmarañaba en un punto concreto, en el lugar en que él debía apearse.

Sabía que muchas de las taciturnas personas que viajaban junto a él, en el destartalado interior de aquel vehículo, trocarían su cercanía con el sueño por un repentino despertar en que ayudarían a la señora a depositar los bártulos fuera del mismo. Cómo los transportaría hasta el lugar en que decidiera, aquella noche, establecer su negociado portátil, era distinta cuestión. No obstante, para demostrar a sus lejanos compatriotas que él no compartía su desidia y afán de superioridad primermundista, decidió continuar trayecto charlando con la mujer con la sana intención de ser él quien le prestase ayuda en su cometido. Así aprenderían sus conciudadanos, y los de la buena mujer, de paso, que el extranjero no siempre es portador de males, enfermedades, conquistas, violencias... y él podría seguir afirmando, cual Sartre de arrabal, que el infierno son los otros.

Un nuevo socavón en la calzada provocó otro de los tremendos vaivenes que, redoblado en su violencia por la desvencijada maquinaria de la combi, balanceó a todos los viajeros en un  movimiento como de reloj de cuco ebrio, lanzando a unos contra otros y a todos contra asientos y cristales. La niña exclamó uy, y el gato reemprendió su mantra de mallidos quejosos. El mismo gato que le había llamado la atención, hacía escasa media hora, y que había provocado que ahora reposase su pelaje enlodado sobre la harapienta faldita de la chiquilla sin edad ni futuro.

Al contrario de lo que hubiese sucedido en su ciudad natal, se dijo él, no se escuchó lamento ni imprecación alguna. Nadie amonestó groseramente al conductor, y al inicial desbarajuste de cuerpos y fardos sólo sobrevino el más absoluto silencio. El infierno son los otros, y los otros son los occidentales, pensó de nuevo para, al momento, contradecirse al ver los manejos de uno de los tripulantes en el bolsillo del que más cerca de él se encontraba, aprovechando la tumultuosa situación. Dudó entre decir algo o guardar silencio, pero la mujer que estaba junto al carterista puso fin a sus desvelos reprendiendo a aquel que, con la misma precaución que hasta el momento había guardado, sacó la mano del bolsillo del vecino y la introdujo en el suyo propio.

El infierno son los otros... y los otros son todos los demás.

Quizás fuese esta recién adquirida certidumbre lo que le llevó a afianzar su intención de mostrar que él era distinto y dejar pasar, sin remedio, el lugar en que habitualmente descendía de la combi tras gritar al conductor baja en la esquina. Sí, él ayudaría a la señora a descender sus bultos y a su pequeña hija. Estaba decidido. Y casi al mismo tiempo de tomar tal resolución, recordó que debía hacer una excursión al pueblo ese del que tanto hablaban sus compañeros de voluntariado, donde un amable anciano dispensa ayahuasca y cobijo. Al fin y al cabo, Sartre quizás decidió que el infierno eran los otros tras alguna de sus repetidas ingestas de mescalina.

Ya tartamudeaban las luces del mercado, titilantes de abandono. Él se preguntó cómo era posible que la mujer fuese a pasar la noche en tan desapacible lugar, vendiendo tamales a las cuatro sombras que por allí paseaban su pesadumbre de horas vacías y preparando los que vendería al día siguiente, con el amanecer, a los trabajadores de la madrugada.

Casi a la par que la mujer gritaba baja en la puerta del mercado el gato redobló sus desamparados mallidos y la niña hizo lo propio con sus risueñas carcajadas mientras le cogía a él de la manga de la camiseta y le preguntaba a voz en grito ¿por qué llora tanto?

Él, por un instante, mientras se ponía en pie para dejar a la señora ir acomodando sus bultos en el pasillo, quedó mudo y sólo pensó lo ignoro como ignoro por qué tú ríes. Ellos siempre ríen, concluyó sin verbalizarlo, mientras le explicaba a la pequeña, adelgazando la voz como si se dirigiese a un duende o un muñeco de cartón: es un pequeño gatito que está solo y triste porque su mamá se ha marchado sin él, no como la tuya que siempre te acompaña, ¿ves? La mujer le disparó una sonrisa a bocajarro que definitivamente le animó a decir a la pequeña: ¿te gustaría cuidarlo para que ya nunca más vuelva a sentirse solo?

La niña miró a su mamá y gritó, cercana a la histeria, ¿puedo, mamá?, ¿puedo quedármelo?

Él comenzó, entonces, a dudar si el infierno, en vez de ser los otros, no estaría en uno mismo, que en estos precisos instantes añadía a la carga de trabajo, prole, hambre y bultos de la buena mujer, la crianza inesperada de este pequeño y maloliente felino cabezón.

Ella musitó, con un tono cercano a la reverencia, gracias, amigo, muchas gracias, sonrió a la pequeña, la espetó un brusco apurate, y comenzó a agradecer también, al hombre que minutos antes intentaba agrandar su de seguro escueto salario con el del bolsillo ajeno, el hecho de que estuviese ya disponiendo los bultos de maíz cerca de la puerta de la combi.

Pretendió hacer una digna despedida del bufonesco balanceo de mano que dirigió a la niña y al gato mientras volvía a preguntarse si el infierno, en verdad, son los otros. Tomó asiento de nuevo y, sin querer ya asomarse a la ventanilla más cercana, sonrió al frustrado ladrón y le agradeció con voz muda el que hubiese colaborado para que la señora pudiese bajar sus fardos.

Ahora debería estar atento a las calles. No sabía bien cómo volver a casa. Posiblemente alguien le ayudaría a encontrar el camino que él ya había aprendido a llamar hogar sin comprender qué cosa era esa.

Mientras esperaba su avión de regreso, en el aeropuerto, el extranjero pensó que, aparte sus besos y caricias nunca aprendido si ciertas, sólo dejaba en esta tierra un gatito cabezón. Estaban los niños, sí, pero a ellos nunca les había visto llorar tan desconsoladamente. Tal vez debería dar la razón a quienes afirman que la vista es el más culpable de los sentidos. A quienes dicen que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.

martes, 10 de diciembre de 2024

todo que celebrar

Ansia de soplar, mientras caminamos, no para henchir velas que lleven veleros a zarpar. Después, repites el soplido, una y otra vez, que no importa sofocar incendios de cumpleaños cuando queda todo que celebrar y sabemos renovar el fuego. Queda, sobre la mesa, una disección de cacao mientras tus labios nos nombran morenos de felicidad con esa pizca necesaria del chocolate amargo. Ametrallas nombres y las sílabas se hacen dupla para tatuarnos en el frágil caparazón de la memoria que ya son 11 años, y uno más uno no habrían de ser dos cuando pueden ser uno apasionado. Hoy tampoco leeré, después de narrarte las tribulaciones de James intentando salvar a un melocotón gigante, más que el verbo de tu respiración y la novela de otro mañana a tu lado. 


viernes, 6 de diciembre de 2024

indultad a Belcebú

There is nothing wrong with loving something
You can't hold in your hands
Nick Cave

Otoño ya es más que un presagio. Infantería de árboles despliega su ofensiva suicida de colores de ayer como aviso para caminantes. Para qué caminar, ¿entonces? ¿Hacia dónde te diriges si ya nadie te reclama ni te impone larga travesía hasta el puesto de trabajo? Otoño ya en la singladura de los párpados que quieren caer como telón de fondo de una comedia mal escrita. Munay ya está con su madre, vertido en piel que yo busco entre las sábanas, acariciando, de nuevo, años que se me escapan, 11 ya, pronto. Escarbo migajas por ver si me acordona la garganta su latido animal, ese calor suyo que tiñe de luz unas sábanas que hoy quedan mejor así: negro profundo, desafortunado bruno, oscuridad de sueños que no eyaculan más que despertares a destiempo.

Nick cave aúlla, escondido en los altavoces del salón, cantos tribales y yo busco y sólo encuentro sinrazón. Emilio Losada me canta desde muy lejos y siento el arpegio de su voz chulesca y malencarada tan cerca y tan rostro. Noche de enviar mensajes en botellas y no recibir botellas que descorchar, después de un día en que, tras caminares y deambulares sin rumbo, parca te advierte del futuro. Ahora ni dermis hembra ni ron, Claudio con un cuchillo entre los dientes (aúlla Emilio), ni piel de mi piel ni jauría ni manada más allá de la de mis dedos en fiebre de teclado que se desea borracho. El mueble bar lo desvalijaron los últimos invitados. Mal augurio que me suceda esto a mí que, desde hace años, sólo permitiría entrar en esto que ya llamo hogar a una decena de dedos descalzos que sepan que sabrán escribir mejor que los míos. Latrocinio que no recuerdo, el del mueble bar que acometieron mis amigos. Dejo predicar al australiano, cuando Losada ha decidido detener su mexicanidad, y tallo preces como gaviotas denticiones a la mar que las pretende masticar.

Decidimos crearnos otra realidad cuando sabemos que la realidad habita distintas latitudes. Violentar el intestino grueso del suburbano en el que nos deslizamos intentando no humedecernos en la pupila inflamada de la postverdad. Pantallas de y sin plasma. Atrocidad sin domesticar. Ahítos de vértigo y perdidos en la lenta paradoja de esta realidad que ni entendemos ni queremos. Decidimos, por eso, inventarnos otra que nos habite como nosotros habitamos los pasillos del Metro. 

Abro el páncreas a un Caravaggio hurtado, me abismo en el palpitar de la carne que supo acuchillar el lombardo y recuerdo la infancia sesgada de la educación católica con que, para bien o para mal, me trepanaron. Recuerdo la culpa palpitando entre los dedos del católico educando antes de utilizarlos para soltarnos un sopapo. Pequeños diablos, nos decían, a quienes contrariábamos su caminar con rodillas impolutas hacia un Gólgota dorado. Porque Cristo nació en nuestro subconsciente, por más trapos manchados de su pesar con que nos pretendan deslumbrar. Cristo nació de un falso milagro cuando lo milagroso, realmente, es eyacular malas semillas en el abismo de una mirada que logra que la realidad sea nada. Pero, ¿y Belcebú, ese demonio que anida, desde tiempos inmemoriales, en el ser humano? ¿De dónde nació si no de nosotros? Satán es anatema y sus pezuñas encabritan a las hembras cuando arremolinan entre los dedos su perfil barbado. Yo le contemplo y lo envidio cuando comprendo que sólo puedo asesinar con verbos y no quiero, que no hay más cuello a rebanar que el que sueña mi lengua cuando no se sabe expresar. Algo parecido, ese que llaman diablo mientras cientos de chiquillos reciben en los pulgares de sus neuronas latigazos de centímetros que no miden más que la capacidad de mermar lo que significa sentirse vivo. 

Emilio ha regresado a su silencio y yo entro en la cama, Cave de fondo hasta que acabe el CD, buscando tu piel, hijo. Buscando piel. Buscándome la piel.