Mi padre gustaba afirmar que Madrid limitaba al oeste con ese regato de patos asesinados y detritus náufragos que es el río Manzanares. Pero para mí, las verdaderas fronteras feroces de la ciudad que me vio nacer y menguar al ritmo de hormigón y vidrio de su reloj asustado mordían los pies al lineamiento constructivista de la calle Arturo Soria, aquel otro regato crecido de chalés de lujo y autos deportivos cuyo cauce transcurría paralelo al Manzanares, pero a muchos kilómetros.
Tenía
yo la fortuna de que Luisito pudiese conducir, sin licencia y con el
beneplácito de su padre, atribulado hombre de negocios ansioso de alcanzar la
cumbre, un automóvil que nos permitía pasar, sin solución de continuidad, de
los arrozales de navaja y lumpen de Carabanchel a las cordilleras de seda y upper middle class de la Ciudad Lineal.
Traspasábamos los límites de la frontera oeste para aprovisionarnos de esencia
marrón que luego despedazaríamos entre las hebras del tabaco más barato que nos
podía dispensar el amable estanquero de mi barrio, para gozar los humos y
humores que desordenarían, para nosotros, las circunspectas vías con que se
engalanaban los barrios allende la frontera este.
Así
pasábamos, despacio, conducción aletargada por el letargo mirífico del hachís,
del desperdicio de vidas a medio hacer y construcciones con pretensión de
colmena, allá por los carabancheles, a la vitualla de oropel y chalé blindado,
suavidad y asepsia, de las avenidas sumidas en motor de auto oneroso y peinado
recién estrenado de los arturosorias.
Traspasar
el equinoccio monetario de aquella avenida vanagloriada con el nombre del
famoso arquitecto no era habitual, todo hay que decirlo. Por aquellos barrios
no se nos había perdido nada. Nuestro juego lucía más en los descampados y
descartes del urbanismo maltrecho del otro lado del río.
Pero,
cerca de Arturo Soria, estaba El Palermo. Su sólo nombre concentraba alrededor
de nuestro imaginario vendettas agrias y dulce vino siciliano, y ya nos
transportaba aún más lejos de ese Madrid que habíamos dejado atrás, a 120 km/h,
al atravesar la calle Arturo Soria.
Barrios
de billete y silencio, de vivienda unifamiliar, parrillada privada los domingos
y tacones festivos los viernes. Nuestra desaseada indumentaria nos hacía aparentar
muñecos de un recortable, cuando caminábamos aquellas calles. Pero no
importaba, nos esperaba El Palermo.
El
recoleto chalé al que por tal nombre aludíamos descansaba en una calle
residencial con seguridad privada que pocas personas decidían decorar con el
eco de sus pasos. Viviendas de novedosa arquitectura y familia silenciosa, eso
pensábamos. Tal vez aquí no habiten más que muertos, decía Luisito, o todo sean
garitos por dentro, como El Palermo.
Había
que tocar al timbre exterior. Esperar unos minutos. Una mirilla nos contemplaba
con su dioptría inversa. La puerta de metal se abría. Entrábamos dentro sin
mirar a quien te había permitido el acceso, tan sólo murmurando un tímido
buenas noches. Rodeábamos el tupido y opaco jardín hasta llegar a la parte
posterior de la vivienda. Tocábamos con firmes nudillos la puerta de madera
maciza. Ésta se abría con quejido mudo. Recorríamos aquel pasillo oscuro
mientras la puerta se cerraba a nuestras espaldas. Nosotros mismos éramos
quienes empujaban el picaporte de aquella última puerta, de material
indefinido, quizás plástico, para internarnos en El Palermo.
Y
ya era el humo de hachís y marihuana, la carambola milagrosa de la mesa de
billar, la inacabable barra sucia de cervezas derramadas, el suelo pegajoso de
refrescos altos en azúcares, las miradas desafiantes, las mujeres de liguero
visto y escote inservible, los rudos Ángeles del Infierno en festiva pugna
dialéctica con los engominados trabajadores de la cifra, y aquellos acordes,
¡qué grande, niño!, ¡joder!, ¡sí!, ¡el joven Neil!, y down by the river I shot
my baby gritábamos más que susurrar mientras nuestros pies pretendían imitar el
descoordinado movimiento de Neil Young cuando sus solos de guitarra, en nuestro
camino hacia la barra, dispuestos a apagar ese ardor repentino con un buen
copazo de güis, en las rocas, nada de mezclas, que los refrescos es lo que
tienen, te joden la cabeza al día siguiente, y la camarera cada día era
distinta, y cada día apetecía más que bajase de su torre de marfil y vidrio
para regalarnos una felación o una palabra tierna, al menos, y no su habitual
mirada de superioridad e incluso condescendencia hacia nuestro impúber deseo de
rock’n’roll, drogas y sexo, sí, así, en orden inverso al que se supone más
apetecible, qué le vamos a hacer, la música era apuesta segura, siempre estaría
allí, no nos dejaría para irse con el guapo del barrio, y las drogas nos
ayudarían a sentir que el guapo del barrio nunca llegaría y así podríamos disfrutar,
una vez en casa, con el refulgir cicatero del sol naciente, de sexo seguro, era
importante en aquella época de sidas y condones agujereados, mejor con uno
mismo, eso es lo seguro, y más seguro es que la camarera descubría nuestras
poluciones diurnas en el atribulado rostro con recordatorios de acné que
portábamos Luisito y yo, por mucho que despreciásemos el refresco para
aparentar curtidos trasegadores de alcohol, ¿dejarás de mirarme las tetas y
pedirás algo?, así sin prolegómeno, directa con cierta suciedad desmadejando
las eses que escapaban de aquellos labios que hubiésemos matado por morder, y
Luisito acudía en mi ayuda pidiendo lo mismo para mi amigo, y reprendiéndome
luego al recordarme dónde nos encontrábamos, niño, que esto es El Palermo, no el
garito de tu barrio, lo sé, pero I shot my baby, joder cómo entiendo ahora la
letra de la maldita canción, porque si esa tipa fuese mi chica te juro que la
mataría, yo tal vez también, pero después de un buen polvo, y la idiocia de la
risa hueca decoraba nuestro deambular por aquella estancia que por fuera
aparentaba lujoso chalé y por dentro sólo contenía a la rubia de la barra, la
barra misma, varias mesas de billar y un par de docenas de taburetes
abandonados en las esquinas, como náufragos de un Titanic de cartón piedra.
No
había nada dentro de El Palermo, ya digo: ni pasillos, ni salón, ni sofás de
cuero, ni televisiones planas de muchas pulgadas, ni cocina, ni vestidor ni
armarios. El Palermo no era el lujoso chalé que aparentaba en su exterior. La
vivienda estaba hueca por dentro, y la única habitación que se había respetado
era aquella que se había transformado en urinarios, por el tema de la
privacidad que precisa el tiro de coca y el tirón del deseo, imagino. Además,
El Palermo era uno de los más renombrados garitos ilegales de la zona, tal vez del
todo Madrid. No me pregunten por qué era ilegal, supongo que porque no pagarían
impuesto de ningún tipo y porque servían hierba de alta calidad y alcoholes de
desmesurada gradación, absenta incluida. Y, al igual que cuando merodeábamos
los tugurios de Carabanchel, preferíamos aquellos en que montaban zapateadotracatracatracatrá
y etílicaoléééééé juerga los gitanos, estando en la zona V.I.P. de la ciudad, acudíamos
a este antro en que buena parte de los clientes eran policías con excesivas jornadas
de servicio a sus espaldas que decidían, allí, dar cumplida cuenta de los
materiales prohibidos de los que hicieron acopio tras largas horas de redadas
en las calles de Carabanchel, por ejemplo. Como decíamos entonces: lo mejor es
meterse siempre en la boca del lobo, que los malos (o buenos: depende del
cristal con que se mire) te reconozcan como uno de los suyos para evitar
problemas. Gitanos al otro lado del río, policías en Arturo Soria.
Y
en ambos ambientes hallábamos Luisito y yo deliciosa crema musical de esa que
gusta untarse en los tímpanos para que no se despellejen con la insolación
inevitable de los grandes éxitos radiofónicos. Camarón aullaba en Carabanchel
mientras El Palermo era el palacio del rock desmedido, y sus paredes ausentes
de mobiliario y decoración supuraban desgarrones salvajes que provenían de la
guitarra enfebrecida de ese único Dios que reconocía nuestro limitado fervor
religioso: Neil Young, a ser posible acompañado por la galopada salvaje y
mirífica de sus Crazy Horse.
Afuera,
Madrid era un incendio de camisas de marca y combinados alcohólicos de nombre
impronunciable, un serial de coitos pretendidos y vomitonas aseguradas, un
cascabel que muchos deseaban poner al gato de la noche para descubrir su
escondite y poder pasar allí el resto de sus días.
De
puertas adentro, desmadejábamos la bruma del hash edificando en el cargado
ambiente solos de guitarra inexistente y aullábamos down by the river I shot my
baby mientras pretendíamos desnudar con la mirada perdida la cabellera de seda
y ausencia de la camarera que serviría, llegada la mañana, enfrentados al vacío
ampuloso del espejo del cuarto de baño de la casa familiar, de voluble
recipiente de nuestros deseos inconclusos. Disparé a mi chica, abajo, en el
río, pero mientras la mataba no pude dejar de besarla, es lo que tienen las
camareras de garito infame.
Años
después, perdido ya Luisito en el fragor de cifras y corbatas del Máster de
Dirección de Empresas y yo abandonado a la deriva de besos y traiciones del
amor romántico y el soy un poeta maldito, regresé a El Palermo con Belén, como
intentando epatar a mi penúltima presa de preciosas piernas y ligeras
costumbres al mostrarle lo underground de mi inmediato pasado. Nada más
underground que ver cómo ella se perdía por demasiado tiempo en la
clarividencia diáfana de los urinarios. El último que entró tras ella era un
malencarado sargento de las fuerzas del orden municipales al que conocía de
años pasados. El tiempo había castigado las zanjas iracundas de su rostro, pero
aun así me pudo infligir a mí severo castigo, entre las piernas de Belén,
imagino, en los urinarios de El Palermo.
Abandonamos
la noche apócrifa del local para inundarnos de la brisa hiriente del amanecer,
sin cruzar palabra. Ella conducía el auto. Me acercaba a casa. Yo le supliqué
que nos llegásemos hasta el Manzanares, sería bonito contemplar la salida del
sol desde su orilla de vidrio roto y basura desinteresada. Ella, aún no sé por
qué, accedió, y yo busqué aquel CD de Neil Young que le había regalado semanas
antes, ése que a ella nada agradaba, pero por favor, sólo esta canción, no me
gustan las canciones en inglés, no las entiendo, yo sí, déjame sólo escuchar
esta, y la M-30 redefinía el discurrir del auto en cuyo interior mi voz doblaba
la del cantante canadiense, gritando down by the river I shot my baby, mientras
Belén pretendía disimular cada vez que su mano abandonaba la suavidad de cuero
del volante para rozar el turbio picazón que le desarreglaba la entrepierna.
Madrid amanecía difuminada por las brumas que escupía el río Manzanares, y yo pensaba en Palermo, Sicilia, Mafia y vendetta.
* texto extraído de Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), de Claudio Ferrufino-Couqueugniot y Pablo Cerezal, editado en Bolivia por 3.600 Editorial y en España por la extinta Lupercalia Ediciones y ya casi desaparecido... pueden leer la contraparte, infinitamente más jugosa, aquí
No hay comentarios:
Publicar un comentario
soy todo oídos...